lunes, 24 de diciembre de 2012

Un cuento de Navidad

Erase una vez un viejo monasterio. Hacía muchos, muchos años que quienes habitaban en él, sucesores de muchos otros que allí habían vivido, orado, meditado, dedicado su vida a la contemplación de las maravillas de la creación, lo habían abandonado forzados por nuevas concepciones del mundo y de la vida en las que no había sitio para la oración y la vida contemplativa. Había que producir riquezas, dar paso al progreso y al desarrollo económico. No había lugar para ociosos que dedicasen su tiempo a la oración.

Este viejo monasterio había sido levantado piedra a piedra durante varios siglos con el dinero de los ricos y con la miseria de los pobres. Una cosa era necesaria para la otra. Sin la miseria de los pobres no existirían ricos, pero tampoco existirían grandes obras arquitectónicas como aquel monasterio.

Mientras los ricos invertían sus riquezas en la salvación de sus almas mediante la construcción de grandes y bellas obras de arquitectura como aquel monasterio, sus míseros vasallos sufrían vejaciones de todo tipo, debían pagar diezmos, alcábalas, yantares y otros tributos, algunos en trabajos forzosos como las sernas o la participación en guerras que no eran suyas y en las que dejaban muchas veces la vida y una larga lista de huérfanos.

El resultado lo tenemos ante nuestros ojos. Una gran obra de arquitectura construída con la sangre y con el sudor de miles de pequeños hombres y mujeres anónimos que no podemos permitir que se destruya y que se olvide.

Durante muchos siglos, las gentes que construyeron con su sudor y su sangre esta magnífica obra y que contribuyeron con sus diezmos y con su trabajo a su sostenimiento se desplazaban de un pueblo a otro por viejos caminos. Viejos caminos que unían a las gentes y a los pueblos. Viejos caminos por los que transitaban para acceder a las fincas que cultivaban, para llevar el ganado a las veredas, para unir mediante el matrimonio a familias de diferentes pueblos, para compartir sus problemas, sus desgracias y sus alegrías. Viejos caminos que se reparaban todos los años, en los que se construían muros de piedra para evitar derrumbamientos y escorrentías. Viejos caminos por los que se acudía a las fuentes a por agua y a los montes a por leña.

Las gentes que con su sudor y su sangre levantaron las poderosas paredes, bóvedas y arcos de este viejo monasterio vivieron en pequeños pueblos en los que siempre había una fuente, una hornera, un lavadero. Pequeños pueblos como Rioseco, San Martín del Rojo o Fuente Humorera. Pequeños pueblos con sus pequeñas iglesias que servían como punto de unión de los vecinos en las que se reunían para acudir a las celebraciones religiosas y para celebrar sus concejos a campana tañida.

Estos caminos y estos pequeños pueblos, con sus fuentes, con sus viejas calles y caminos, también son parte de nuestra memoria, son parte del legado que nos transmitieron nuestros antepasados y que nosotros tenemos obligación de conservar y de transmitir a nuestros sucesores.

Ya no hay monjes en el viejo monasterio. Tampoco hay gentes que vivan en algunos de los pequeños pueblos que lo rodean. Pero el viejo monasterio y los pequeños pueblos que lo rodean forman parte de nuestra historia, son parte de nuestro patrimonio, son parte del legado que nos dejaron nuestros antepasados y son parte del legado que tenemos obligación de transmitir a nuestros sucesores.

El viejo monasterio quedó abandonado y fue víctima de un gran expolio. Grandes sillares, dovelas bien talladas, escudos, lápidas funerarias, todo servía para embellecer las casas particulares de gentes con pocos escrúpulos. Quienes tienen lápidas de Rioseco en su chalet no fueron ellos mismos a buscarlas. Algún inmigrante sin papeles se las vendería a buen precio. Quienes corrían el riesgo y se tomaban el trabajo de bajar las piedras desde el monasterio hasta la carretera probablemente lo que consiguieron fueron unos pequeños ingresos para poder llegar a fin de mes, poder pagar la factura de la luz y el alquiler de la habitación en la que vivían dos o tres familias.  Algunos incluso fueron detenidos por la Guardia Civil. Sin embargo quienes tienen las piedras en los muros de su chalet en Cigüenza ni se han enterado.

Otros no necesitaron de inmigrantes ilegales que les vendiesen las piedras. Ocuparon un pueblo entero y tienen su vieja iglesia en el jardín de su casa sin necesidad de mover una sola piedra. A estos la Guardia Civil les trata con mucho respeto y les llama "Don Alfonso".

"Don Alfonso" no sólo tiene una iglesia en la jardin de su casa, sino que desde hace diez años tiene cerrados numerosos caminos y ocupados varios pueblos a los que no es posible acceder. "Don Alfonso" es "ecologista", al menos eso dice él. "Don Alfonso" está acostumbrado a ocupar pueblos y cerrar caminos, pues ya lo ha hecho otras veces en otros territorios más meridionales de nuestra provincia. "Don Alfonso" es un gran amante de la naturaleza y por eso, siguiendo la tradición de los amores románticos, la quiere para él solo. No le gusta compartirla. Si hace falta, su amor por ella puede llevarle a hacer cosas como encerrarla dentro de un vallado. "Don Alfonso" es también un gran amante de los animales. Algunos hemos visto en youtube un video en el que aparece dándoles besitos a unas cabras. Ama tanto a los animales que organiza grandes cacerías en su "coto privadísimo" a las que acude la flor y nata de la oligarquía más rancia y casposa del país. "Don Alfonso" lleva diez años ocupando pueblos enteros a los que no es posible acceder y cerrando caminos públicos por los que no es posible pasar.

El Ayuntamiento, que es quien debería tomar las medidas para que los caminos que se encuentran cerrados sean abiertos, tal como se lo ha recordado en varias ocasiones el Procurador del Común de Castilla y Léon, lleva diez años consintiendo esta situación. Pero como al parecer ha empezado a haber quejas de gente que reclama su derecho a caminar por los caminos públicos -¡Qué barbaridad! ¿Qué necesidad tendrán de andar por esos lugares en los que no tienen propiedades?- pues el señor "Don Alfonso" ha propuesto al Ayuntamiento que le venda los caminos, las calles, las plazas de los pueblos, las fuentes, el abasticimiento de agua, el saneamiento, el alumbrado público... Y resulta que al Ayuntamiento no le ha parecido mala idea y se los va a cambiar por unas fincas que el señor "Don Alfonso" compró hace unos meses lejos de su casa y de su hacienda, probablemente porque eran las que a los miembros de la Corporación Municipal les venían mejor para algo que todos nos imaginamos.

La belleza del viejo monasterio es un bien a conservar aunque haya perdido su utilidad. Los viejos caminos también son un bien a conservar porque no sólo no han perdido su utilidad sino que son lo que nos queda para poder desplazarnos libremente por un mundo cada vez más vallado y más asfaltado. Los viejos caminos no son patrimonio de unos pocos, no son patrimonio de los pueblos por los que pasan ni siquiera del municipio en el que se encuentran. Los caminos son patrimonio de la humanidad. Los caminos nunca pierden su utilidad y por eso son bienes demaniales, bienes de dominio público, y por tanto se encuentran excluidos del mercado. No se pueden comprar y vender. Porque además no tienen precio, aunque el Ayuntamiento del Valle de Manzanedo se lo haya puesto (¡por seis euros alguien puede comprarse 100 m2 de camino!). ¿Cómo se puede calcular el precio de un camino? Un camino está para que algún día alguien pase por él. Nunca se sabe cuando llegará ese día, pero el día que alguien quiera pasar por él, el camino allí estará esperando, con más o menos maleza, pero el camino allí estará y quien camine por él lo dejará en mejores condiciones para quien venga tras él.
SALVEMOS FUENTE HUMORERA

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